Corrientes 20 °C
Min. 15 °CMax. 24 °C
 
Para ver esta nota en internet ingrese a: https://www.radiodos.com.ar/a/138829
Enrique Zuleta Puceiro

Autor

OPINION

Un riesgo cierto de oligarquización del sistema democrático

Al 31 de marzo de 2023, existen en nuestro país 45 partidos políticos con personería nacional y 705 partidos de carácter distrital.


Como "instituciones fundamentales del sistema democrático" (Constitución Nacional , el art. 38 de la Constitución Nacional garantiza su organización y funcionamiento democrático, la representación de las minorías, la exclusividad de la competencia para postulación de candidatos a cargos públicos electivos, el acceso a la información pública y la difusión de sus ideas. Una vasta red de protección y privilegios institucionales les garantiza tambien el acceso a recursos financieros públicos que blindan su protagonismo casi exclusivo en el escenario de la democracia.   

Lejos de haber satisfecho las expectativas de la sociedad argentina, la mayor parte de estas ventajas no parecen haber sido suficientes para su consolidación y funcionamiento efectivo. La manipulación constante de las leyes y reglamentaciones electorales, el ejercicio discrecional de la gobernanza electoral por parte de funcionarios, dirigentes y jueces electorales han situado a los partidos en uno de los rincones menos favorecidos por la consideración y la confianza pública. 

Las promesas incumplidas del sistema han deteriorado, en efecto, buena parte del capital social que acompaño a la política desde los albores de la transición democrática en 1983. Los partidos argentinos parecen haber profundizado la mayoría de las tendencias negativas ya presentes desde hace tiempo en gran parte de las democracias del mundo. Los partidos sufren desde hace ya años un proceso de esclerosis prematura, que ha empastado sus procesos de renovación interna. Carecen de dirigentes de relieve y a impulsos de la campaña permanente, han perdido casi toda sustancia programática y capacidad propositiva.

Han dejado así de canalizar expectativas, demandas y proyectos colectivos. Un proceso de oligarquización y parálisis interna que ha terminado por explotar bajo formas de fragmentación y centrifugación que ha esfumado su identidad y fisonomía originaria.

El sistema político argentino se ha convertido, como en casi todas las democracias de la región un sistema de coaliciones electorales efímeras y cambiantes. Coaliciones exitosas para competir en el juego electoral, aunque incapaces luego de gobernar, como quedó demostrado en los dos últimos periodos presidenciales. Podrían multiplicarse los ejemplos en todas las jurisdicciones. Centenares de partidos poco mas que unipersonales, sumados a sellos de goma sin más justificación que el propósito de sus organizadores de acogerse a uno de los regímenes de financiamiento público de la actividad electoral mas generosos y menos controlados del mundo. En un distrito como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por ejemplo,  se registraron  en las  últimas elecciones cinco alianzas y más de 40 partidos políticos. 

En las elecciones de La Rioja el pasado domingo la coalición gobernante congrego a 70 partidos políticos. En una provincia bastante mejor organizada políticamente, el frente oficialista abriga a 32 partidos políticos y el frente opositor a más de 20. Un panorama que se multiplica en todo el país y se potencia por 24 sistemas electorales alambicados y anacrónicos, mantenidos más bien para perpetuar el control del proceso desde los aparatos partidarios. 

Este proceso de centrifugación es en buena medida una reacción frente a la presión polarizadora articulada desde las dos grandes coaliciones históricas, interesadas en dominar en exclusiva la competencia política. Sin embargo, la afirmación de una tercera coalición, articulada sobre el proyecto de Juntos por el Cambio parece haber forzado un proceso de ruptura , precipitando consecuencias opuestas a las deseadas, como las que se vienen produciendo en la mayoría de las provincias.

En gran medida, este nuevo pluralismo no parece haber desplazado del todo el propósito polarizador originario, aunque muestra ya presiones internas que afirmaran cada vez más el conflicto y la divergencia por sobre la cooperación y la convergencia de las fuerzas políticas. Un proceso en gran medida similar al del resto de las democracias del continente.

Bajo estas condiciones, sorprende la insistencia de muchos observadores en señalar como riesgo central el proceso de centralización de la política. Una vasta literatura, acogida por los medios de comunicación y muchos observadores poco críticos insisten en denunciar, en efecto el riesgo inminente del personalismo y la centralización autocrática, con el consiguiente peligro para la identidad, la diferencia y el pluralismo de la sociedad civil.

No parece ser esta sin embargo la nota determinante de los procesos actuales de declive de la vida democrática. Por el contrario, los peligros mayores parecerían venir más bien en el extremo opuesto. Es decir, de la disolución del poder, la fragmentación de la representación, la perdida de autoridad y, en general, el vaciamiento de la sustancia democrática de las repúblicas constitucionales. 

Lo que amenaza con vaciar de contenido, de valores y propósitos a las democracias no es solo la perdida de sus componentes "liberales" -derechos, garantías y libertades- . Es tambien y, sobre todo, la perdida de toda sustancia representativa.  La democracia sin partidos, ideas, programas ni liderazgos responsables deviene inevitablemente -como ya lo vieron los Clásicos- en oligarquía. Pierde todas sus posibilidades de representación autentica y eficiente de la sociedad. 

Este es acaso el principal efecto de la experiencia argentina de elecciones primarias abiertas, simultaneas y obligatorias, ensayada desde 2011 precisamente como un mecanismo para garantizar a las oligarquías partidarias tradicionales el control del proceso entonces incipiente de generación de nuevas dirigencias y la presión de las bases por expresar el pluralismo creciente de una sociedad que amenazaba con desbordar las etiquetas tradicionales. Se buscaba controlar ese proceso, abriéndolo en una primera fase a una campaña electoral permanente, generosamente financiada desde el Estado e impulsada por la ambición de loes nuevos dirigentes y los medios y, cerrándolo  después, en una segunda fase, a través de una concentración de las ofertas de siempre. 

Las consecuencias previsibles eran obvias y están terminando una vez más por concretarse. La competencia política ha vuelto a cerrarse en torno a tres grandes opciones, prácticamente empatadas de cara a las PASO del mes de junio. Lo que esta vez parece más grave es el serio daño sufrido por las oligarquías de ambas coaliciones. Tanto radicales como peronistas o conservadores pugnan con desesperación por encontrar candidaturas únicas, que las protejan de la centrifugación interna y del descontento general del electorado.

La polarización se ha escapado de las manos de sus inventores y el problema es como neutralizar el riesgo inminente de una tercera fuerza, representada por un candidato-militante único, que se nutre del descontento de las bases de ambas coaliciones y del desencanto general de la sociedad hacia la política.

Es cada vez más evidente que el riesgo mayor para la calidad de la vida democrática está en este proceso de vaciamiento de la democracia y en sus secuelas de desmembración y fragmentación de la representación, de perdida de representatividad de las fuerzas políticas, impulsadas por el amateurismo infantil de dirigentes y candidatos, la ausencia de ideas innovadoras y el divorcio creciente entre las oligarquías políticas y las expectativas y demandas reales de la sociedad

Nada, por cierto, que no se haya visto hasta el extremo en el resto de las democracias vecinas. En Perú, se han sucedido ya seis presidentes, ocho intentos de vacancia presidencial, un golpe de Estado, y una disolución del Congreso, hasta llegar al actual proceso de represión con decenas de muertos y de virtual guerra civil. En el caso chileno, este vaciamiento dinamito el edificio constitucional y genero una crisis que no parece tener fin. Por encima de diferencias obvias, es la misma dinámica que llevo al poder a Petro, a Lopez Obrador, a Bukele, Bolsonaro  o a Lazo, para no mencionar más que algunos fenómenos muy emparentados, frutos todos del vaciamiento de las bases democráticas de las repúblicas constitucionales.

Las democracias enfrentan riesgos inéditos y no por exceso sino por disolución del poder. Una sociedad en la que el Congreso, la Corte Suprema y el Poder Ejecutivo se han paralizado y se sumergen en un conflicto sin límites, sin reglas ni árbitros imparciales se debe a sí mismo una indispensable tarea de reflexión y construcción de consensos mínimos.

Temas en esta nota

Enrique Zuleta Puceiro